A lo largo de su historia, Sevilla ha enfrentado numerosas tragedias que diezmaron a su población. Una de las más devastadoras ocurrió en 1649, cuando un brote de peste bubónica redujo la ciudad a la mitad de sus habitantes, dejando apenas 50.000 almas. En medio de aquel panorama desolador, era habitual ver recorrer las calles al siniestro «carro de la muerte», transportando a quienes habían sucumbido a la enfermedad.
En busca de consuelo y protección divina, los sevillanos organizaron novenas y procesiones. Fue en julio de ese fatídico año cuando, desde la iglesia de San Agustín, el Santo Crucifijo fue llevado en procesión hasta la Catedral. Apenas unos pocos valientes acompañaron aquel cortejo, envuelto en el silencio de una ciudad devastada. Según la tradición, a partir de aquel día, la epidemia comenzó a remitir: disminuyeron los contagios y las muertes, y Sevilla, poco a poco, volvió a respirar. Para muchos, fue el primer gran milagro atribuido al Crucifijo de San Agustín.
Más hechos milagrosos
No sería el único. En 1680, una severa sequía amenazaba con condenar a la ciudad a la ruina. Una vez más, el Crucifijo fue sacado en procesión nocturna. Esa misma noche, cuando regresaba a su convento, las campanas de San Agustín repicaron con júbilo: sobre Sevilla caía una intensa lluvia que devolvía la esperanza a sus habitantes.
La historia de este crucifijo milagroso se remonta incluso más atrás. En 1525, otra prolongada sequía llevó a los frailes a trasladarlo hasta el Humilladero de la Cruz del Campo. En esa ocasión, un niño, entre sollozos, clamaba misericordia al cielo. Según relatan las crónicas, justo cuando las súplicas del pequeño resonaban en el aire, comenzó a llover copiosamente, y el muchacho desapareció misteriosamente, dejando tras de sí el asombro de todos los presentes.
El origen del Santo Crucifijo de San Agustín está envuelto en la leyenda. Se cuenta que fue hallado en 1314 por un humilde vecino, sumergido en una acequia del Prado de Santa Justa. La imagen, que presentaba una singularidad —su brazo derecho estaba doblado hacia la llaga del costado—, fue llevada al convento de San Agustín. Allí, se dice, ocurrió un prodigio: la Virgen se apareció a los frailes, iluminándolos con su luz, y, ante sus ojos, la mano del crucificado volvió a su posición original sobre la cruz.
Desde entonces, la devoción al Santo Crucifijo se ha mantenido firme en Sevilla, una ciudad que, en sus horas más oscuras, siempre ha encontrado en esta venerada imagen un símbolo de esperanza y fe inquebrantable.