El Guadalquivir ha sido testigo y protagonista de una transformación radical a lo largo de los siglos de la ciudad de Sevilla. Su caudal, otrora indómito y caprichoso, ha sido moldeado y encauzado para adaptarse a las necesidades de una ciudad en constante crecimiento.
La configuración original del río, con su escasa pendiente, sus sinuosos meandros y la presencia de extensas marismas, lo convertía en un agente de caos y destrucción. Las crecidas eran habituales y recurrentes, anegando vastas extensiones de terreno y causando múltiples perdidas materiales y, en ocasiones, humanas. La gran riada de 1961, desencadenada por la rotura de la presa del Tamarguillo, fue un crudo recordatorio de la fuerza incontrolable del río.
Ante esta amenaza constante, los ingenieros y gobernantes de la época emprendieron una ambiciosa tarea: domar al Guadalquivir. A partir del siglo XVIII, se iniciaron una serie de intervenciones que buscaban modificar su curso y reducir el riesgo de inundaciones. La construcción de cortas en puntos estratégicos, como Coria del Río y los Jerónimos, permitió desviar el cauce y acortarlo significativamente. De los 124 kilómetros que separaban Sevilla del mar en el pasado, se pasó a los 79 actuales, facilitando tanto el drenaje como la navegación.
La gran transformación del siglo XX
Sin embargo, es en el siglo XX cuando se producen las transformaciones más radicales del Guadalquivir. Tres grandes obras marcarán un antes y un después en la relación entre el río y la ciudad: la Corta de Tablada, la Corta de la Vega de Triana y la Corta de la Cartuja.
La Corta de Tablada, finalizada en 1926, supuso un hito en este proceso. Con ella, el Guadalquivir se bifurcó en dos brazos, eliminando las peligrosas curvas de los Gordales y Tablada. Esta obra, impulsada por la necesidad de mejorar la navegabilidad y facilitar el desarrollo del puerto de Sevilla, coincidió con la celebración de la Exposición Iberoamericana de 1929, que aceleró los cambios en la ciudad.
El proyecto de la Corta de Tablada, concebido a mediados del siglo XIX, se vio interrumpido por diversos avatares históricos. No fue hasta principios del siglo XX, gracias al impulso del ingeniero Luis Moliní Ulibarri, cuando se retomó y llevó a cabo. La Primera Guerra Mundial retrasó su inauguración, pero finalmente, en 1926, se puso en funcionamiento.
Estas intervenciones, aunque necesarias para garantizar la seguridad y el desarrollo de Sevilla, tuvieron una repercusión en el ecosistema del río y en el paisaje urbano. La rectificación del cauce ha alterado los patrones de flujo y sedimentación, afectando a la biodiversidad y a la dinámica fluvial. Además, ha modificado significativamente la relación de los sevillanos con el río, que ha pasado de ser un elemento natural y dinámico a un elemento controlado y artificial; el Guadalquivir que separa Sevilla y Triana es el particular río de Sevilla, una dársena, pero no es el auténtico Guadalquivir.
A pesar de las críticas y los debates que han suscitado estas obras, lo cierto es que han transformado radicalmente el Guadalquivir, convirtiéndolo en un eje vertebrador de la ciudad y en un símbolo de su modernización.
La transformación definitiva del Guadalquivir
La obra iniciada por Moliní Ulibarri y continuada por Delgado Brackenbury a principios del siglo XX culminaría con la construcción de la Corta de la Vega de Triana y la Corta de la Cartuja, dos intervenciones que marcarían de manera definitiva la relación entre Sevilla y su río.
La Corta de la Vega de Triana, iniciada en 1929 y finalizada en 1951 tras las interrupciones causadas por la Guerra Civil, supuso un hito en la transformación del cauce. Al suprimir el brazo de los Gordales, unió Tablada y Triana en una isla, alterando radicalmente la fisonomía de la ciudad. En este punto, donde antiguamente se ubicaba el campo de la feria, se creó una nueva dársena que, sin embargo, no logró integrar plenamente el río en la vida de los sevillanos debido a la barrera que suponía el muro de contención de la calle Torneo.
Paralelamente, el aterramiento de Chapina unía por tierra Triana y Sevilla, mientras que la construcción de una esclusa permitía controlar el caudal del río y convertir el brazo que llegaba a la ciudad en una dársena. A pesar de estos avances, Sevilla seguía de espaldas al Guadalquivir, con un acceso limitado desde el Aljarafe y un muro que separaba la ciudad del río.
La necesidad de proteger a Sevilla de las crecidas y de mejorar la navegabilidad del río llevó a la construcción de la Corta de la Cartuja en la década de 1970. Esta obra, que prolongó la dársena hasta los Jerónimos, alejó definitivamente el cauce vivo del núcleo urbano y convirtió a La Cartuja en una isla entre ambos brazos del río.
Con la construcción de nuevos muros de contención y la recuperación de los márgenes del río, se sentaron las bases para la transformación de La Cartuja en un gran parque y para la celebración de la Exposición Universal de 1992. Este evento supuso un punto de inflexión en la relación de Sevilla con el Guadalquivir, convirtiendo al río en un elemento central de la vida urbana y en un símbolo de la modernización de la ciudad.
Las cortas de la Vega de Triana y La Cartuja, junto con otras intervenciones realizadas a lo largo del siglo XX, han transformado radicalmente el Guadalquivir y su entorno. Aunque estas obras han permitido controlar las inundaciones y mejorar la navegabilidad del río, también han tenido un impacto en el ecosistema y en el paisaje urbano.