
Los rincones malditos de Sevilla donde ardieron brujas y herejes
El engranaje del Santo Oficio combinaba teatro del miedo y violencia metódica

Sevilla guarda también un pasado oscuro en el que fue cuna de la Inquisición española y escenario de procesos por brujería que mezclaron superstición, delación y castigo ejemplar.
Más allá de leyendas, la ciudad conoció nombres propios, lugares concretos y rituales atribuidos a quienes desafiaban —o que parecían desafiar— el orden religioso y social de su tiempo.
Durante siglos, la figura de la bruja tuvo un papel ambiguo pues era sanadora, adivinadora, guardiana de remedios y secretos. Con la Edad Media tardía ese perfil se demonizó.
Se instaló la idea de un culto organizado al Diablo —con aquellos aquelarres, vuelos imposibles, pactos, sexo con demonios y magia negra—, impulso doctrinal reforzado por manuales como el Malleus Maleficarum (1486), que convirtió la incredulidad ante la brujería en herejía. En ese clima, una sospecha bastaba para iniciar un proceso y la muerte de la persona.
El mapa sevillano de la sospecha
Desde el Castillo de San Jorge, en Triana, los inquisidores recibían denuncias y articulaban la maquinaria represiva. En su entorno, hoy bajo el popular mercado de Triana y junto al Callejón de la Inquisición, aún sobrevive el eco de aquel poder.
Otros puntos de la ciudad alimentaron relatos de ritos ocultos era el llamado “Horno de las Brujas”, en el entorno de la calle Federico Rubio, del que se dijo que conectaba por pasadizos con áreas próximas a la Catedral y la calle Abades; o la iglesia de San Nicolás de Bari, sobre la que pesaron rumores de antiguos cultos, probablemente por superposición de templos visigodos y musulmanes antes de su cristianización.
La Sevilla de los arenales —no en la hoy calle Adriano o Paseo de Colón sino en las cercanías de San Jerónimo o por donde hoy pasa el Puente del V Centenario— se señaló como escenario de reuniones nocturnas, lejos de la vigilancia del Santo Oficio.
A diferencia del popular barrio del Arenal, demasiado próximo a la sede inquisitorial, esos descampados y zonas más aisladas ofrecían discreción a quienes fueran acusados de celebrar el “Sabbat”.
Nombres propios, penas reales para las brujas y brujos de Sevilla
Tras las brumas del mito emergen casos de vidas concretas. En 1524, Inés de los Ríos fue castigada con cien azotes por hechicería, se trataba de una pena ejemplarizante para una joven quizá más cercana al charlatanismo que al rito satánico.
Magdalena Hernández fue condenada a la hoguera, no por pactos demoníacos sino por practicar abortos, y conducida desde Triana al quemadero de San Diego, en Tablada, allí sucumbió a las llamas de la hoguera purificadora.
El mercader Diego López Duro, procesado por judaizante, corrió igual suerte en 1703, recordado en una pintura de Lucas Valdés en la iglesia de la Magdalena.
Juana Parrado, sirvienta del convento del Dulce Nombre de Jesús, fue perseguida en 1718 por invocar al Diablo.
El caso más estremecedor es el de María Dolores López, ciega y empobrecida, ejecutada el 24 de agosto de 1781. Acusada de herejía y farsas adivinatorias, su “Auto de Fe” culminó con estrangulamiento previo y posterior quema en el Prado de San Sebastián.
La muerte de María Dolores López Caro, tardía en el calendario inquisitorial, es símbolo de la persistencia de un sistema que alentó confesiones bajo tormento y castigó la marginalidad con el fuego.
Tormentos y escarmientos de la Inquisición
El engranaje del Santo Oficio combinaba teatro del miedo y violencia metódica. Primero, el reo contemplaba los instrumentos; después, la práctica como la “garrucha” que dislocaba hombros; el “potro” que estiraba miembros hasta el desgarro, a veces con hierros candentes.
El “tormento del agua”, preludio de ahogo; la “bota” que reventaba huesos a golpes de cuña; o artilugios como la “pera”, diseñada para desgarrar por dentro.
Todo para obtener una confesión, aunque fuera falsa: la verdad, en aquel sistema, era lo que ratificaba el dolor.
La red inquisitorial alcanzó la provincia y territorios entonces vinculados a Sevilla como en la sierra onubense —que estuvo siglos bajo jurisdicción sevillana— se habló de María Sánchez, capaz de “andar por los tejados” e invocar al “Diablo Cojuelo”, con una cueva conocida como punto de reunión.
Los “autos de fe” contra mujeres acusadas de hechicería en Montilla -en la provincia de Córdoba-, difundidos por la literatura del Siglo de Oro, muestran cómo la sospecha viajó por Andalucía con etiqueta sevillana.
Hoy, bajo las bóvedas del mercado de Triana, en los recodos de Mateos Gago o a la sombra de la Giralda, sobrevive olvidada una memoria incómoda: la de una ciudad que alimentó relatos de brujas y brujos, y que vio cómo la Inquisición convirtió la diferencia —ya fuera médica, religiosa, social o de género— en delito.
Recordar aquellos nombres y lugares no es recrear supersticiones ni mucho menos, es entender cómo se fabricó el miedo y cómo ardieron vidas reales en su nombre.