La figura del monarca Pedro I «el Cruel» o «el Justiciero» es de las que más leyendas e historias heterodoxas despiertan en la ciudad. Una de ellas resulta particularmente evocadora y tuvo lugar en Sevilla.
El irascible rey
En pleno siglo XIV el monarca castellano destacaba por tu poca tolerancia y gran beligerancia hacia sus enemigos o todo aquel que le llevara la contraria, algo que muy pocos se atrevían a hacer en el reino.
En cierta ocasión quiso que el padre prior del convento de San Francisco, de la Casa Grande, que hoy ocupa su lugar la Plaza Nueva, fuera a palacio, tenía fama de ser hombre afable e inteligente y quería tener su consejo en un cuestión de fe.
Mandó llamarlo con el infortunio que se encontraba en Jerez de la Frontera atendiendo a otros motivos religiosos. El rey montó en cólera y pidió explicaciones de por qué no había sido informado de esas circunstancias. Nadie sabía que decir y, de esa forma se presentó en el convento para comprobar que, efectivamente, no estaba allí.
Con un gran malestar dijo que a la mañana siguiente debía comparecer ante él o los miembros del convento pagarían aquella desobediencia.
Sin saber cómo actuar, una vez el rey abandono el lugar, un lego, encargado de la cocina, dijo que él podría ser de ayuda, aún no había pronunciado sus votos y cualquier mal recaería sobre él y no sobre los hermanos del convento.
-No temáis nada que yo trataré de sustituir al padre prior, me haré pasar por él.
Los hermanos creían que aquello era una locura, que la inteligencia del lego no alcanzaba la del prior y que las consecuencias, si se daba cuenta el rey, serían terribles.
Sea como fuere el lego acudió a la cita con Pedro I, embozado en su hábito y con la capucha que le cubría la cabeza y apenas dejaba ver su rostro. Cuando llegó ante el rey este le comunicó su malestar y era palpable la incomodidad que sentía.
Las tres pruebas
-No perdamos más el tiempo, se que sois hombre de gran inteligencia, ¿es cierto?
-Sólo intento ayudar a los demás, desde mi humildad, majestad.
-Bien, tendréis que demostrármelo o su congregación pagará las consecuencias -dijo el rey-. A ver, le haré tres preguntas, si falláis una de ellas no tendré piedad. Primera pregunta: ¿Cuánto vale tu rey?
El lego, sudoroso, dijo: Veintinueve monedas de plata majestad.
–¡¿Sólo eso vale tu rey!?
-Majestad, a nuestro Señor Jesucristo lo vendieron por 30 monedas de plata, ¿pretende valer lo mismo? No puede ser Majestad.
El rey, se quedó pensativo y espetó: ¡Bravo! Me satisface mucho esa respuesta. ¡Segunda pregunta! ¿Dónde está el centro del mundo?
-Majestad, está a vuestros pies, pero no por ser el rey sino porque la Tierra es redonda y esté donde esté el centro siempre estará a sus pies.
-¡Magnífico! -dijo complacido el rey. ¡Tercera pregunta! Respondedme: ¿En qué estoy equivocado?
Esta pregunta tenía su trampa pues el rey era infalible y llevar la contraria implicaba la muerte. Así, el lego cocinero, dijo: Es sencillo majestad, vuestro error es pensar que yo soy el padre prior pues sólo soy el lego cocinero.
Entonces se descubrió y se pudo ver su juventud y temor. El rey se levantó del trono y miró a los ojos al lego, no podía hacer nada, había respondido bien a todo y, entonces, ante el estupor de los presentes, echo a reír.
Al día siguiente pidió que se presentara ante él, así lo hizo y, solemnemente lo nombre prior del convento franciscano por su valor e inteligencia. Fue la recompensa al lego que osó enfrentarse al rey.